He aprendido a verte en los arroyos,
en los vértices mudos de las piedras,
en el hueco blanquísimo del nardo
que nos llena las manos de perfumes,
en las palomas altas que acarician
los dominios de Dios con blandas plumas,
en todo lo que es puro y delicado:
agua, geometría, flores, vuelo…
Si es que palpo la brizna menudita,
si es que el viento me mulle los cabellos,
si me roza la tierra, si el sol viejo
vierte su oro caliente entre mis labios,
yo te presiento a ti, tengo tus besos,
tus caricias ardientes, tus delirios,
galopando mi sangre como un potro.
¡Oh mujer, mujer mía –apasionada
como el rumor del bosque, como el aire
que nos aprieta el alma sensitivo,
como la hierba verdecida y dócil
huérfana de tu paso–, yo te traigo
hasta el pretil sonoro de mi boca,
jubiloso y feliz, porque he tenido
–esta tarde con Dios y Primavera–
tus caricias azules por mi cuerpo
y he aprendido a verte en los arroyos!
FAUSTO BOTELLO.