Aquel cuartito de Octavio era un caprichoso museo de exquisitos despojos femeniles.
Allí se encontraban trofeos de todas las conquistas, laureles de todos los triunfos.
Pero, ni la cajita de palo de rosa, donde alguien había sorprendido el oculto tesoro de la
más hermosa y rubia y ondulante cabellera; ni el fino pañuelo de batista que ostentaba una
corona de marquesa por blasón; ni el abanico de blonda y nácar, evocador de cierta leyenda
sangrienta; ni la blanca liga de desposada…; ni los dos antifaces, negro y rojo el uno, rojo y
negro el otro, que aún parecían conservar, frente a frente, la misma actitud hostil que una
noche adoptaron al encontrarse en aquella misma alcoba sus respectivas dueñas; ni la sugestiva
zapatilla azul que Octavio no tocaba sin besar, digna del breve pie de la Cenicienta;
nada, nada mortificaba tanto mi curiosidad como la sarta de lindos caracolitos guardada
devotamente en rico estuche de marfil. ¿Acaso este ateo impenitente abrigaba la cándida
superstición de los amuletos?
Una noche, por fin, interrogué a Octavio:
—¿Y esto?
—¿Eso?… ¡Ay! Es una historia bien triste la que me pides, la historia de un amor irreal.
Miré con extrañeza a mi amigo.
—¿Te sorprende la palabra en mis labios?
—¿A qué ocultártelo?
—Pues, escucha:
allí acudía yo tan sólo por verla saltar descalza,
de roca en roca, hasta alcanzar el abrupto peñón que se erguía en el mar, casi a la orilla,
frontero al viejo torreón del castillo. Y poniendo aquel soberbio pedestal a su temprana hermosura,
se hacía contemplar de las ondas, de las ondas a las que ella hablaba con la gracia
y la majestad de una reina enamorada.
¿Qué les confiaba? No sé. Sin duda, embajadas de amor que las coquetuelas, modulando su
canción de espuma, corrían alegres y presurosas a recibir, y presurosas y alegres se llevaban.
Una tarde… ¡Oh!, ¡estaba más bella que nunca! Su flotante cabellera blonda parecía
llenar el aire de átomos de oro, y en el azul de sus grandes pupilas se reflejaba algo de la
imponente y bravía inmensidad del mar. Traía al cuello esa sarta de caracolitos que ha sido
aguijón de tu curiosidad.
Vino a mí, se sentó a mi lado sobre el césped, y me dijo:
—¿Sabes que me llaman loca?—¿Quién?—Ellas, las envidiosas, las que odian mis cabellos porque él los besa, y mis ojos porqueél se mira en ellos.—¿Él?—Sí, el Príncipe del mar, mi novio. Y al decir así, sacudió con arrogancia sus cabellos.—Cuéntame tus amores, preciosa niña.Miróme breves instantes en silencio; después, con acento que mi recuerdo dolorosoconvertía en murmullo, me contó:—Tú sabes que la tarde que enterraron a mi pobre madrecita quedé sola, sola en elmundo. Yo estaba muy triste, y una noche, para llorar con más desahogo, vine a orillas delmar y aquí caí dormida. Súpolo el Príncipe, y en su carro de perlas tirado por cuatro tritonesacudió a consolarme. Me rogó que no sufriera y me dijo que yo era muy bonita y que él secasaría conmigo.—¿Cuándo es la boda?—No sé; ¡mucho tarda ya esa hora de suprema ventura! ¡Oh!, ¡esperar!… ¡Qué duro esesperar cuando el tiempo no marcha con la violencia que palpita el corazón!Y mientras exclamaba así, miraba con sus grandes pupilas azules las ondas que alegresmurmuraban su canción.—¿Por qué esperar?—Mi palacio aún no está concluido. Un palacio hermosísimo de granito más blanco queel mármol, con galerías de nácar, grutas de perlas y bosques inmensos de coral. Serán mispajes los delfines y las ondinas mis doncellas. ¡Qué feliz voy a ser! ¿no es verdad?—Sí, muy feliz.—Todas las noches durante mi sueño viene el Príncipe a visitarme. ¿Ves estos caracolitos?Cuentan las veces que nos encontramos. Tengo muchos, muchos; ellos alfombran mi cabaña.Hoy estamos a trece y ya tengo doce.Después prosiguió como en un ensueño:—Mi Príncipe, ¡cuán bello es! Tiene la cabellera negra y ensortijada, la frente pálida yhermosa, los ojos tristes y soñadores, el pecho alto y vigoroso, el talle elegante y fino, elademán firme y cortés. Cuando cierro los ojos y le contemplo tan bello, siento impulsos decorrer a su encuentro y lanzarme al mar…—Te ahogarías.—No. Los tritones me recogerían y en su carro conduciríanme al palacio; pero temo quemi Príncipe se enoje.Y se alejó susurrando dulcemente un canto de amor.Tres días después ocurrió el hecho fatal. Corrí a la playa donde yacía tendida sobre elabrupto peñón que tantas veces había servido de soberbio pedestal a su hermosura. Un hilode sangre corríale por la sien y manchaba de púrpura el oro de sus cabellos; por sus labiosamoratados parecía aún vagar una sonrisa, sonrisa de mujer enamorada que corre al encuentrodel amado, y del cándido cuello pendía la sarta de caracolitos que habían marcadolas horas felices de aquel mes.Los conté: ¡doce! ¡Eran los mismos que me había enseñado! Desde aquel día no habíavuelto el Príncipe y la visionaria se había lanzado al mar en su busca.FABIO FEDERICO FIALLO......